Digamos que
no tiene comienzo el mar:
empieza en
donde lo hallas por vez primera
y te sale
al encuentro por todas partes.
J.E.P.
El mar comenzó para mí en un viaje a la Perla
del Pacífico (como solía llamársele): Acapulco. Si bien, mi primer
acercamiento con el mar fue cuando aún era una bebé, es algo que no está en mis
recuerdos; solo una foto ofrece testimonio de ello. Por lo tanto, no puedo asegurar
que mi mar comenzó en esa etapa de mi vida. No y no. Fue en Acapulco, yo tenía 11
años. Mi hermano menor y yo preguntábamos insistentemente a mi padre en qué
momento aparecería el mar. Cada vuelta pronunciada de la carretera prometía ser
la indicada para ofrecernos la vista deseada. La espera fue larga, pero finalmente
parte de la bahía se nos mostró.
Ahí estaba, azul ultramar, inagotable, apaciguado
a simple vista, tan fresco, con tanta vida, otro mundo: el mar. Guardamos
silencio ante aquel espectáculo: solo lo extraordinario trasciende a las
palabras. El contacto con el mar fue breve acaso cuatro días. Sin embargo, un amor marino me arropó siguiéndome desde entonces.
Ahora, con el transcurrir de la vida, mis reencuentros con el mar son siempre distintos, siempre exquisitos. Me he sumergido en el frío Mediterráneo, en el turquesa Caribe,
en el agitado Atlántico, en el cálido Pacífico. He visto criaturas marinas magnificas,
coloridas, agresivas, nobles, suaves, puntiagudas. He vivido el miedo y el
asombro que provoca el mar agitado, ENORME, queriendo
hundir en sus profundidades cualquier barca minúscula que se aventure a cruzarlo. He tenido encima de mí
olas enérgicas que parecen de concreto. He tragado tanta agua salada...
La brisa, el aroma y el sonido son inigualables cuando se trata del
mar.
Nadar y nadar sintiendo la levedad del cuerpo, la densidad del agua salada,
el movimiento de la marea. Nadar y nadar sabiendo que hay ecosistemas de toda índole bajo tus pies. Nadar en el mar, es sin duda, para mí, un placer incomparable.
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