martes, 20 de agosto de 2013

Colectividad enmudecida


Sale el negro, puntual, a pegar su cartulina que dice “bien serbidos”. Cree que el éxito mañanero es gracias a este cartel. No se da cuenta que lo que cautiva, en sí, es la salsa verde y, que ni están bien servidos ni está correctamente escrito el cartel. Arriba, en el toldo, se lee: Tacos del Güero. Miles de puestos de tacos incluyen la palabra güero en el toldo; no es tan especial “el gran negocio familiar” como lo cree el negro.

Mientras tanto, la hora del desayuno para los trabajadores de la fábrica SIN NOMBRE, ha llegado. La mayoría opta por los “bien serbidos”.

Cada mañana, como parte de una especie de ritual, los trabajadores se mofan, en complicidad, de la ortografía del cartel, de la paradoja que resulta el negro-el güero y del tema de los tacos bien servidos. La verdad es que nadie se atreve a opinar ni a sugerir un cambio de cartel con correcta ortografía.

Ya en el puesto de tacos, los obreros de la fábrica SIN NOMBRE se amontonan. Todos tienen sesenta minutos para desayunar y el tiempo corre. Se pisan, gritan, piden su orden. La salsa verde es poca y no todos alcanzarán a probarla. El negro es incapaz de observar que la verde se termina antes que la roja. Ningún trabajador le sugiere que haga más de la primera y menos de la segunda.

Sofía, apresurada, se alista para ir a trabajar. Se le ha hecho tarde y sabe que eso es catastrófico: la hora del desayuno en la fábrica SIN NOMBRE ha llegado. Diez minutos bastaban para no tener que pasar por el conjunto de hombres con aliento a cebolla recién cortada. El callejón donde se encuentran los obreros es la única vía para llegar hasta su automóvil. “Es increíble cómo me gusta hacer las cosas tarde, siempre tarde” –se repite para sí misma.

Estando lista sale, cierra la puerta, echa llave y, un ojo al callejón: primero el lado izquierdo, luego el dere... ¡Oh! El derecho le causa problema: un dolor le penetra el cuello. Detiene un momento la escena presente y su mente regresa a la habitación, visualiza aquella almohada gigante, dura y odiosa, en la que descansa su cabeza. Su desidia no le ha permitido comprar una nueva. Podría haber evitado tortícolis en momentos de tensión como ese. “Es increíble la pasividad con la que, a veces, me conduzco” –se repite. Después de gastar su escaso tiempo en aquel diálogo interno, recuerda lo terrible que es pasar por ese callejón repleto de hombres; decidida comienza a caminar. 
  
Poco a poco se va acercando a los trabajadores de la fábrica SIN NOMBRE, con un paso apresurado, sus tacones delgados suenan como el tic tac de un reloj, un reloj que recuerda lo tarde que se la ha hecho.
“¿Me permiten pasar, señores?” –en tono decidido y seco, Sofía alza la voz. Ella solo ve un montón de hombres con rostros borrosos: juntos, son un obstáculo con la misma ropa, que hay que saltar.

Los obreros la miran, un escaneo general nada ambicioso. Sofía, en cambio, se observa a sí misma en los rostros borrosos de aquellos trabajadores. Se ve delgada y con tacones ruidosos, débil; se ve opuesta, con prisa y temerosa. Se imagina siendo humillada con todas esas frases obscenas que ha escuchado a lo largo de su vida. Sabe perfectamente que un hombre, en presencia de otros, puede sacar lo más grotesco de su ser al dirigirse a una mujer. Les llaman piropos, se reciben con desprecio y escozor. Ella está dispuesta a lanzar un par de palabrotas en su defensa aunque sabe bien que escuchará risas y eso le irritará aún más.

Los trabajadores abren un camino para ella. Sofía pasa en medio de miradas masculinas, se escuchan sorbos de refresco, succiones intensas de fluido nasal –la salsa es muy picosa–, se oye el taconeo nervioso…


Sale del camino lleno de miradas, impecable, sin necesidad de defensa. Los obreros de la fábrica SIN NOMBRE no dijeron ni una palabra; quizá tenían demasiado alimento en la boca o, prefirieron callar.



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